3 nov 2011

El cuarto loco


Es un monstruo, un psicópata absoluto. Es muy difícil capturar a uno vivo.”

Esta es la descripción que el Doctor Frederick Chilton hace de Hannibal Lecter tratando de asustar e impresionar a la agente en prácticas Clarece Starling. Acto seguido, Clarece y Frederick descenderán una planta tras otra adentrándose en lo más profundo de los sótanos del Hospital psiquiátrico de Baltimore.
Estas secuencias podrían parecer una mera transición, pero en realidad transmiten una información importantísima. Cada plano está pensado para hacer sentir al espectador que está acompañando a Clarece a un lugar donde se esconde algo realmente peligroso. Las seis puertas metálicas que se van cerrando a su paso, las instrucciones a cerca del comportamiento a seguir en la celda y la pequeña historia sobre aquella enfermera a la que Hannibal devoró media cara sin que sus pulsaciones pasasen de ochenta pulsaciones por minuto, dan a entender de forma evidente al espectador que el ser que está a punto de ver encaja a la perfección con la descripción. Es un monstruo.
Por eso, cuando la última puerta metálica se cierra tras Clarece, las expectativas están disparadas. Pocos se atreverían a dar los pocos pasos necesarios para recorrer el pasillo, llegar hasta la celda de Hannibal y mirarlo a los ojos sin temblar. Pero desde la seguridad de una butaca, son todavía menos los que consiguen reprimir sus deseos de ver al monstruo. Poder disfrutar de la sensación de peligro desde la seguridad de un lugar tranquilo es uno de los factores que ha hecho del cine uno de los entretenimientos preferidos por la humanidad.
Pero sigamos. En ese pasillo no solo está la celda de Hannibal. La suya es la última, la que está justo enfrente de la silla que amablemente ha dejado el celador para que Clarece pueda sentarse. Desde la puerta de entrada, la silla parece muy lejana. Para llegar hasta allí Clarece tendrá que pasar por delante de las celdas de otros tres internos. Un hombre corpulento y sonriente que la saluda apoyado en los barrotes; un hombre con la mirada perdida, ajeno por completo a Clarece y un pervertido incapaz de ocultar su ansiedad, moviéndose como un simio encerrado, trepando por los barrotes de su celda y diciendo ordinarieces. En definitiva, una buena colección de locos. O al menos eso es precisamente lo que el espectador piensa al verlos. Locos es lo que espera ver y locos es lo que encuentra. 


Pero después de ese desfile ¿qué nos espera en la última celda?
En los pocos segundos que tarda en aparecer la figura de Hannibal, el espectador tiene tiempo de imaginar qué tipo de loco le espera. La gran mayoría imagina alguien feo, desagradable a la vista, con expresión homicida en los ojos y una corpulencia digna de respeto. Alguien cuya mera presencia conseguiría que cambiásemos de acera.
Esto no es por casualidad. A la humanidad le encantaría que la locura o las tendencias homicidas fuesen algo evidente a la vista. Nos sentiríamos más tranquilos si cualquiera capaz de cometer un crimen de sangre lo llevase escrito en la cara. No es así, pero inexplicablemente este hecho sigue sorprendiéndonos a diario.
Basta con ver un informativo para descubrir la coletilla que todo vecino de asesino que se precie dice en cuanto se le apunta con una cámara: “Parecía una persona normal”.
Por supuesto que lo parecía, porque lo era.
La locura no es algo exclusivo de las personas con aspecto extraño. Ni siquiera es propiedad exclusiva de las malas personas. La locura es algo mucho más complejo.
Tal vez el cine tenga parte de culpa. Sus monstruos han alimentado un imaginario popular que representa siempre la locura con ojos desorbitados, expresiones desencajadas y salibación incontrolada. Se ha fomentado la idea equivocada de que un mostruo debe parecerlo. Pero en El silencio de los corderos este juego se juega a la inversa, y precisamente por eso el personaje de Hannibal Lecter resulta aterrador, porque rompe por completo las expectativas.
Cuando Clarece da los últimos pasos, el espectador se teme lo peor. Prácticamente cualquier cosa horrible que habitase aquella última celda resultaría verosímil. Pero lo que se encuentra es justo lo contrario. Un hombre limpio, elegante, sereno y culto recibe educadamente a Clarece provocando que el espectador, de repente, pierda todos los referentes a los que se había estado agarrando. A partir de ese momento ya no sabe qué esperar. Hannibal no encaja con sus ideas preconcebidas. Es un monstruo, o eso le han dicho, pero no lo parece en absoluto y eso da miedo.


Heidegger afirmó que el hombre tan solo es capaz de sentir miedo de una cosa, de lo desconocido. Y que el terror se producía cuando aquello que nos produce miedo se acerca demasiado rápido como para poder huir.
Personalmente no puedo estar más de acuerdo con esta afirmación y creo que es precisamente esto lo que hace que la presentación de Hannibal Lecter sea prácticamente perfecta. De hecho, probablemente sea una de las mejores presentaciones de personaje de todos los tiempos.
El modo en que se habla de él antes de que aparezca, el tiempo de espera hasta que por fin conseguimos verlo y el universo que lo rodea, consiguen generar grandes expectativas. Pero después de imaginar seres horribles el espectador se acaba descubriendo a sí mismo sintiendo miedo ante un hombre que, en cualquier otro contexto, nos habría parecido de lo más normal. Puede incluso que su expresión hubiese parecido agradable a más de uno.
Lo desconocido, la ausencia de referentes, se abre ante el espectador cuando descubre a Hannibal de pie, en el centro de su celda, iluminado como si de una aparición se tratase.
Después, él mismo se encargará de demostrar que realmente es merecedor del apelativo de monstruo. Pero esto, gracias a la magnífica presentación del personaje, podrá conseguirse con una simple conversación tranquila.


Basta que Hannibal diga:
Más cerca.”

Para que nos removamos en la butaca. Un lugar que, con él en la pantalla, ya no nos parece tan seguro.

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