“Es
un monstruo, un psicópata absoluto. Es muy difícil capturar a uno
vivo.”
Esta es la descripción que el Doctor Frederick Chilton hace de
Hannibal Lecter tratando de asustar e impresionar a la agente en
prácticas Clarece Starling. Acto seguido, Clarece y Frederick
descenderán una planta tras otra adentrándose en lo más profundo
de los sótanos del Hospital psiquiátrico de Baltimore.
Estas secuencias podrían parecer una mera transición, pero en
realidad transmiten una información importantísima. Cada plano está
pensado para hacer sentir al espectador que está acompañando a
Clarece a un lugar donde se esconde algo realmente peligroso. Las
seis puertas metálicas que se van cerrando a su paso, las
instrucciones a cerca del comportamiento a seguir en la celda y la
pequeña historia sobre aquella enfermera a la que Hannibal devoró
media cara sin que sus pulsaciones pasasen de ochenta pulsaciones por
minuto, dan a entender de forma evidente al espectador que el ser que
está a punto de ver encaja a la perfección con la descripción. Es
un monstruo.
Por eso, cuando la última puerta metálica se cierra tras Clarece,
las expectativas están disparadas. Pocos se atreverían a dar los
pocos pasos necesarios para recorrer el pasillo, llegar hasta la
celda de Hannibal y mirarlo a los ojos sin temblar. Pero desde la
seguridad de una butaca, son todavía menos los que consiguen
reprimir sus deseos de ver al monstruo. Poder disfrutar de la
sensación de peligro desde la seguridad de un lugar tranquilo es uno
de los factores que ha hecho del cine uno de los entretenimientos
preferidos por la humanidad.
Pero sigamos. En ese pasillo no solo está la celda de Hannibal. La
suya es la última, la que está justo enfrente de la silla que
amablemente ha dejado el celador para que Clarece pueda sentarse.
Desde la puerta de entrada, la silla parece muy lejana. Para llegar
hasta allí Clarece tendrá que pasar por delante de las celdas de
otros tres internos. Un hombre corpulento y sonriente que la saluda
apoyado en los barrotes; un hombre con la mirada perdida, ajeno por
completo a Clarece y un pervertido incapaz de ocultar su ansiedad,
moviéndose como un simio encerrado, trepando por los barrotes de su
celda y diciendo ordinarieces. En definitiva, una buena colección de
locos. O al menos eso es precisamente lo que el espectador piensa al
verlos. Locos es lo que espera ver y locos es lo que encuentra.
Pero
después de ese desfile ¿qué nos espera en la última celda?
En los pocos segundos que tarda en aparecer la figura de Hannibal, el
espectador tiene tiempo de imaginar qué tipo de loco le espera. La
gran mayoría imagina alguien feo, desagradable a la vista, con
expresión homicida en los ojos y una corpulencia digna de respeto.
Alguien cuya mera presencia conseguiría que cambiásemos de acera.
Esto no es por casualidad. A la humanidad le encantaría que la
locura o las tendencias homicidas fuesen algo evidente a la vista.
Nos sentiríamos más tranquilos si cualquiera capaz de cometer un
crimen de sangre lo llevase escrito en la cara. No es así, pero
inexplicablemente este hecho sigue sorprendiéndonos a diario.
Basta con ver un informativo para descubrir la coletilla que todo
vecino de asesino que se precie dice en cuanto se le apunta con una
cámara: “Parecía una persona normal”.
Por supuesto que lo parecía, porque lo era.
La
locura no es algo exclusivo de las personas con aspecto extraño. Ni
siquiera es propiedad exclusiva de las malas personas. La locura es
algo mucho más complejo.
Tal
vez el cine tenga parte de culpa. Sus monstruos han alimentado un
imaginario popular que representa siempre la locura con ojos
desorbitados, expresiones desencajadas y salibación incontrolada. Se
ha fomentado la idea equivocada de que un mostruo debe parecerlo.
Pero en El silencio de los corderos
este juego se juega a la inversa, y precisamente por eso el personaje
de Hannibal Lecter resulta aterrador, porque rompe por completo las
expectativas.
Cuando Clarece da los últimos pasos, el espectador se teme lo peor.
Prácticamente cualquier cosa horrible que habitase aquella última
celda resultaría verosímil. Pero lo que se encuentra es justo lo
contrario. Un hombre limpio, elegante, sereno y culto recibe
educadamente a Clarece provocando que el espectador, de repente,
pierda todos los referentes a los que se había estado agarrando. A
partir de ese momento ya no sabe qué esperar. Hannibal no encaja con
sus ideas preconcebidas. Es un monstruo, o eso le han dicho, pero no
lo parece en absoluto y eso da miedo.
Heidegger afirmó que el hombre tan solo es capaz de sentir miedo de
una cosa, de lo desconocido. Y que el terror se producía cuando
aquello que nos produce miedo se acerca demasiado rápido como para
poder huir.
Personalmente no puedo estar más de acuerdo con esta afirmación y
creo que es precisamente esto lo que hace que la presentación de
Hannibal Lecter sea prácticamente perfecta. De hecho, probablemente
sea una de las mejores presentaciones de personaje de todos los
tiempos.
El modo en que se habla de él antes de que aparezca, el tiempo de
espera hasta que por fin conseguimos verlo y el universo que lo
rodea, consiguen generar grandes expectativas. Pero después de
imaginar seres horribles el espectador se acaba descubriendo a sí
mismo sintiendo miedo ante un hombre que, en cualquier otro contexto,
nos habría parecido de lo más normal. Puede incluso que su
expresión hubiese parecido agradable a más de uno.
Lo desconocido, la ausencia de referentes, se abre ante el espectador
cuando descubre a Hannibal de pie, en el centro de su celda,
iluminado como si de una aparición se tratase.
Después, él mismo se encargará de demostrar que realmente es
merecedor del apelativo de monstruo. Pero esto, gracias a la
magnífica presentación del personaje, podrá conseguirse con una
simple conversación tranquila.
Basta que Hannibal diga:
“Más
cerca.”
Para que nos removamos en la butaca. Un lugar que, con él en la
pantalla, ya no nos parece tan seguro.
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