25 sept 2012

Plástico fino


Este relato breve fue publicado en GuionistasVlc el 15/08/12
Plástico fino
Un plástico fino cayendo sobre el asfalto un caluroso día de verano a medio día. Eso, pensaba él, era lo más cerca que un ser inerte podía estar de representar el sufrimiento. Lo había visto una vez siendo todavía un niño y, no sabía muy bien por qué, esa imagen se le había quedado grabada.
Nada más tocar el pavimento, el plástico empezó a retorcerse, a plegarse sobre sí mismo deformándose, dando la sensación de que realmente era capaz de sentir dolor.
Fue un proceso lento y casi hipnótico que acaparó absolutamente toda su atención durante más de un minuto. Sesenta segundos en los que también se sucedieron al menos un par de movimientos bruscos, hacia el segundo quince aproximadamente, como si a aquel ser ya deforme acabase de desencajársele una articulación o estuviese sufriendo convulsiones.
En algún momento, tal vez en el segundo cincuenta y dos del proceso, incluso le pareció oír algo muy parecido a un grito agónico de voz aguda que se fue apagando a medida que la tortura terminó.
Desde aquel día pensaba que cualquiera que contemplase algo así con el estado de ánimo adecuado podría llegar a sentir compasión por aquel objeto. No importa que el plástico no pueda sufrir, cuando asistimos a una representación tan cercana al sufrimiento real, no podemos evitar sentir lástima, ese sentimiento empático que en realidad a penas enmascara algo mucho más fuerte, la sensación de alivio que se siente al no ser el que sufre.
Eso al menos era lo que pensaba él, que incluso un puto trozo de petróleo refinado era capaz de remover algo en las tripas de la gente. Por eso la idea de que su historia, la historia en la que llevaba trabajando meses, fuese incapaz de hacer sentir nada a nadie le atormentaba.
No había dejado que nadie la leyese, pero no era necesario, él sabía que aquello no funcionaba. Así que lo mejor que podía hacer era irse. Olvidar aquello una semana o dos y tratar de volver con la mente despejada. Tal vez, si pasaba el tiempo suficiente alejado de aquella historia, conseguiría perderle el respeto, mirarla con el suficiente desapego como para mutilarla por donde hiciera falta sin sentir remordimientos, incluso aunque el miembro amputado fuese su favorito.
Así que hizo la maleta y se prometió a sí mismo que dejaría de pensar en personajes y tramas durante al menos esas dos semanas.
El camping
En su bloque vivía una niña llamada Ariadna. Lo sabía porque había oído a su madre gritar ese nombre a eso de las 8:45 de la mañana decenas de veces. Él a esa hora ya solía estar trabajando frente al ordenador y, por lo oído, a aquella niña se le solían pegar las sábanas. Cada vez que Ariadna estaba a punto de llegar tarde al colegio él lo sabía. La madre de la niña no contaba con el don de la discreción, pero sí con una admirable capacidad pulmonar que no dudaba en usar para tratar inútilmente de disciplinar a su hija. Después de casi un año viviendo en aquel edificio aquellos gritos se habían convertido en algo cotidiano. Ariadna y su madre formaban parte de su día a día. Por eso le resultaba extraño, incluso incómodo, no tener ni idea de qué aspecto tenían.
Más de una vez se había asomado a la ventana que daba al patio interior a eso de las 8:44 tratando de cazar a la madre gritona, pero resultaba realmente complicado adivinar de qué ventana exacta provenían aquellos gritos. Parecía que salían del edificio de en frente, pero en los patios interiores los sonidos rebotan y, teniendo en cuenta el volumen al que esa mujer proyectaba el nombre de su hija, mientras él vigilaba las ventanas de enfrente Ariadna podía estar luchando con sus legañas cuatro pisos más arriba en su propia escalera.
Una vez incluso salió a la calle a eso de las 8:55 para intentar verlas. Dos minutos antes le había llegado la noticia por el canal habitual de que Ariadna iba a ponerse un jersey azul, por lo que decidió darse un paseo matutino en busca de la niña del jersey azul, pero no hubo suerte. El bloque de edificios era grande, tenía portales que daban a cuatro calles distintas y, teniendo en cuenta que no sabía por qué puerta iban a salir, el operativo de búsqueda compuesto por un solo efectivo resultó ser insuficiente.
Después de casi un año viviendo tan cerca, Ariadna seguía sin tener rostro y probablemente así seguiría por mucho tiempo, tal vez para siempre. Por eso le gustaba tanto ir de camping en sus vacaciones.
En la ciudad los vecinos comparten edificio durante años sin necesidad de verse las caras. Pero en los campings sucede todo lo contrario. A veces puedes saludar de tú a tú a tus nuevos vecinos incluso antes de plantar la tienda. La gente comparte espacio vital, las parcelas son como expositores abiertos al público, no hay paredes y si las hay, son de plástico fino.
Los nuevos vecinos
El kiosco estaba justo en la otra esquina del camping, por lo que cada mañana se daba un paseo de ida y vuelta hasta allí cruzando de punta a punta el recinto y observando el modo en que el hormiguero humano se ponía en marcha.
La mayoría de los días las noticias impresas eran mucho menos interesantes que lo que sucedía en la parcela 112 o lo que parecía haber ocurrido durante la noche en la 307.
Era habitual, por ejemplo, pararse un poco en la 74 a hablar con Gilbert, un abuelo francés que solía quedarse sólo en la parcela de buena mañana cuando su familia se iba a la playa a colocar la sombrilla en primera línea.
Pronto encontró su parcela favorita, la 24. Allí un cincuentón compartía una caravana con un adolescente. Parecían padre e hijo en todo excepto en el modo en que el hombre mayor tocaba al joven.
Tal vez sólo fueran imaginaciones suyas, el resultado deforme de su propia forma de observar. Pero aquella hipótesis hacía que cada mañana, al pasar por delante de la 24, sintiese que el pulso se le aceleraba. La idea de poder cazar cualquier pista que pudiese corroborar su hipótesis le emocionaba y cada mañana el paseo hasta el kiosco le proporcionaba una nueva oportunidad.
Si hubiese plantado su tienda en la 25 probablemente ya habría resuelto el misterio. Podría observarles disimuladamente mientras fingía que leía el periódico. Pero no, él estaba en la 235 y cuando fingía que leía, lo que observaba eran las discusiones de una pareja de jubilados alemanes. Por lo que, a priori, parecía que le había tocado en suerte la primera fila para un espectáculo de segunda. Pero pronto se dio cuenta de que aquella pareja podía llegar incluso a superar en suspense a la de la parcela 25.
Las discusiones de los jubilados alemanes eran siempre en un tono de voz moderado, discreto. Pero observándoles descubrió que la violencia que se desprendía de ellas resultaba brutal. El hombre era corpulento y la mujer parecía sentir un miedo sincero hacia él. No entendía una palabra de lo que decían, pero su expresión corporal hablaba por sí misma. Jamás les vio tocarse, la mujer guardaba las distancias y se comportaba como lo haría una sirvienta temerosa de su amo. El hombre aprovechaba cualquier torpeza de ella para machacarla. Más de una vez le pareció verla llorar, pero nunca estuvo seguro. Hasta que un día, sin más, la mujer desapareció y su mente de guionista dejó de estar definitivamente de vacaciones.
El zippo, el ajedrez y la madrugada del último día
¿Era el único que se había dado cuenta? Una mujer había desaparecido y su asesino seguía en el camping como si nada, aparentemente más tranquilo que nunca, como si se hubiese quitado un peso de encima, como si hubiese conseguido su objetivo.
Sabía que muy probablemente aquello sólo fuesen imaginaciones suyas. Tal vez la mujer había decidido volver por su cuenta y ya estaba en Berlín, en Bremen, en Landau o donde quiera que viviese, quejándose a su hija de lo cabezota que se había vuelto su padre con los años. Pero… ¿y si no era así?
Él sólo sabía que cada vez se pasaba más horas al día leyendo el periódico en su parcela y cada vez estaba menos al día de la actualidad nacional, mundial o deportiva.
A su vez, el alemán también parecía anclado a su parcela. A penas se movía de allí ni hacía nada más que beber güisqui, recargar una y otra vez su zippo y mover las fichas de un tablero de ajedrez de plástico como si jugase una partida contra sí mismo.
Mientras le observaba, su mente enferma no paraba de crear hipótesis. ¿Y si el cadáver de la mujer estuviese en la tienda? Tal vez por eso no se movía de su parcela, por miedo a que alguien lo descubriese.
Tenía que echar un vistazo. Era su último día de vacaciones y no podía irse de allí sin al menos intentar averiguar algo. Fue entonces cuando se le ocurrió una de sus estupideces. ¿Y si jugaba una partida de ajedrez con él? Sería una buena forma de acercarse, de pasar un rato en su parcela y, tal vez, echar un ojo al interior de la tienda. Y, si no descubría nada, al menos siempre recordaría aquel verano como aquel en el que jugó una partida de ajedrez con un asesino.
Le costó dar el primer paso, pero los otros tres vinieron solos. Para cuando quiso darse cuenta estaba a menos de un metro del alemán y señalando el tablero de ajedrez. El hombre le miró de arriba a abajo como descubriendo su existencia. Durante un par de segundos pareció dudar, pero después le hizo una seña dándole permiso para sentarse.
El hombre soltó la botella por un momento, cogió un peón de cada color escondiéndolos en aquellas manos enormes y le dió a elegir a él, a ciegas, el color con el que jugaría. Le tocó jugar con blancas.
La partida duró varias horas y ambos permanecieron en silencio todo ese tiempo. Ya de madrugada, cuando a penas quedaban diez piezas encima del tablero, tuvo una sensación extraña, la sensación de que en aquella partida estaba en juego algo importante.
El hombre no había dejado de beber desde que se habían colocado las piezas en el tablero y, aunque parecía buen jugador, había cometido varios de errores graves. Casi cualquiera, incluso sin tener grandes dotes como ajedrecista, podría haberle ganado la partida llegados a ese punto.
Se le pasó por la cabeza que tal vez lo habría hecho a propósito. Pero cuando el jaque mate estuvo claro, se dio cuenta de que no. Aquel hombre no quería perder, de hecho, parecía tener miedo a que la partida acabara. Pero acabó. El guionista, sin estar muy seguro de lo que hacía y sin saber qué consecuencias podía traerle aquello, tomó al rey negro con su alfil.
Entonces, aquel alemán enorme, sencillamente echó un último trago, cogió su zippo y la lata de combustible de encima de la mesa, se levantó y se metió en la tienda. Sin mirarle, sin decir una palabra.
El guionista se quedó allí sentado, tomándose unos segundos para asimilar un final tan decepcionante y preguntándose qué habría pasado si en vez de ganar hubiese perdido la partida.
Se levantó y se fue, pero ni siquiera había dado los cuatro pasos de vuelta que le separaban de su parcela cuando un fogonazo de luz le obligó a girarse. La tienda del alemán estaba en llamas.
No pudo hacer nada más que contemplar cómo la lona de la tienda empezaba a plegarse sobre sí misma atrapando en su interior al alemán.
Alguna vez había oído hablar de ese efecto. Al prenderse fuego en el interior de una tienda de campaña, las llamas consumen el oxígeno que hay dentro provocando que las paredes, casi siempre hechas de plástico fino, se peguen unas a otras haciendo imposible la escapatoria.
Ante él, aquella masa de plástico incandescente se retorcía dejando entre ver la silueta del alemán todavía vivo en su interior. Durante más de un minuto aquella visión acaparó absolutamente toda su atención, transportándole a aquel caluroso día de verano en el que, siendo todavía un niño, sintió lástima por un simple trozo de plástico fino y preguntándose por qué ahora no era capaz de sentir lo mismo.
La vuelta a casa
Al día siguiente los periódicos hablaban de que una pareja de jubilados alemanes había muerto tras incendiarse su tienda en un camping de la costa española. Pero nadie hablaba de eso en su edificio, la noticia más importante del día era que una de sus vecinas había sido ingresada en un psiquiátrico por paranoia. Al parecer, tenía la costumbre de hablar a gritos con una hija imaginaria.
Intentó escribir, reemprender aquella historia desde donde la había dejado, pero le costó volver a la rutina. Las mañanas ya no eran lo mismo sin Ariadna.

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